Parece que la vida nos va arrebatando lo necesario para nosotros, y que lo único que nos deja al final son los problemas. Que se acumulan, que se enganchan hasta formar una cuerda larga, infinita, que parece que está esperando a que te ahorques con ella.
Te vas asfixiando, sin poder evitarlo. Sin poder quejarte; las palabras no salen por tu boca.
No vas a desperdiciar oxígeno en hablar, lo necesitas para cosas más importantes. No vas a pararte a escribir las tildes en un mensaje de socorro. De auxilio.
Sonrío, incluso a veces me río, una risa nerviosa que no sabe ni qué le hace gracia, casi siempre. Me siento feliz, olvido dónde estoy. Echo de menos, echaría a alguno más de mi vida. Me falta, me sobra. Me falta más.
Joder, no quiero dar pena. Estoy bien. Canto. Grito, de alegría. Sonrío, vuelvo a reírme. Le miro. Y me gusta. Me miro en el espejo. Y... me gustan estas ojeras. Soy feliz. Lo estoy.
Entonces, se me para el corazón un instante. Me derrumbo en una milésima, y tan sólo durante un segundo. ¿Por qué? ¿Dónde está mi felicidad?
Y en ese momento, la típica voz que todos tenemos dentro, a la que culpamos de nuestras decisiones, la que no deja de ser, en ningún momento, nosotros mismos; me dice:

No hay comentarios:
Publicar un comentario